lunes, 11 de abril de 2011

La necedad humana



Detesto, Amor, tu nombre
-y entiendo, cómo no, que tú nos temas-,
que así te hiciera, pobre Amor, el hombre.
Tan fácil de escribir o pronunciar,
que arder debieran -necios-
los versos y fonemas
que abusan de tu magna trascendencia,
y así también ardieran -extensión-   
las manos y los labios
que tan a la ligera, cual bazar,
tus letras comerciaran; o en Leneas,
tornaran por tragedias tus aprecios
ganándose una falsa connivencia,
partiendo el pobre ajeno corazón
-¿qué importa si es ingenuo o ya curtido?-.
Ya sé que ser incólume deseas
y no debieras entrañar agravios,
que el hombre entierra -necio- tu sentido
con su fatal exaltación del ego,
sin ver que, cuando sólo, Amor, tú eres,
no existe aquél pronombre que dé quiebro
a tan leal, recíproca cadena.
Sabedle, os lo ruego,
rendíos al poder de sus placeres,
sabed que Amor es hecho y no requiebro,
y, entonces sí, gritadlo a boca llena.